El Congreso no legislará respecto al establecimiento de una religión o a la prohibición del libre ejercicio de la misma”. Esas 20 palabras, parte de la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, aseguran que todas las generaciones de estadounidenses tienen el derecho de adorar a su Dios y practicar su fe como mejor les parezca, sin temor a interferencias, represalias o muestras de favoritismo por parte del gobierno civil. Cuando esa frase fue adoptada como parte de la Declaración de Derechos en 1789, la libertad religiosa se convirtió en uno de los sellos distintivos de la democracia estadounidense durante la mayor parte de los 150 años.
Como todos recordamos de la clase de historia en primaria, los peregrinos puritanos que desembarcaron en América del Norte en 1620, llegaron hasta éstas costas motivados por el deseo de escapar de la persecución religiosa a la que eran sometidos en Inglaterra. El padre Troy Schneider, vicario parroquial en la Catedral de la Sagrada Familia en Orange, señala que no pasó mucho tiempo para que ese deseo se extendiera a otros grupos religiosos minoritarios que sufrían de sus propias persecuciones. “La idea de la libertad religiosa creció con los puritanos”, señala el padre Troy, “y muchos otros llegaron en buscar de la misma libertad”.
Los católicos romanos en la época de la colonia, sin embargo, no siempre gozaron de los frutos de ese espíritu de libertad religiosa. La mayoría detrás de ese movimiento eran, en general, de una sensibilidad protestante, y los católicos eran vistos con desagrado y desconfianza, incluso hasta el punto de considerarlos representantes de una potencia extranjera y cuestionar su lealtad a los Estados Unidos.
Cuando Charles Carroll de Maryland fue el único signatario católico de la Declaración de Independencia, era ilegal que los católicos ejercieran una función pública o votaran en Maryland, pero esas restricciones y prejuicios habían desaparecido para el momento de la victoria de la revolución estadounidense y se aseguró la independencia. Ello se debe, en parte, a un episodio relativamente poco conocido de la guerra, cuando George Washington pidió que Charles Carroll y su hermano Juan, que más tarde se convirtió en el primer obispo católico de Baltimore, que acompañaran a Benjamín Franklin y Samuel Chase en una misión para asegurar el apoyo de los católicos canadienses en la guerra.
Las buenas relaciones que los Carroll disfrutaron durante décadas con hombres como Washington, Franklin, y Thomas Jefferson fueron muy útiles para avanzar la confianza de que los católicos podían ser totalmente confiables en el experimento democrático y autodeterminación estadounidense.
A medida que los recién independizados Estados Unidos luchaban con sus primeros problemas de crecimiento, el tema de la libertad religiosa nunca se alejó de las mentes de los hombres que se reunieron en la Convención Constitucional para resolver los problemas y elaborar un plan por el cual los estadounidenses podrían autogobernarse por generaciones. “La libertad religiosa fue de gran importancia para los fundadores del gobierno estadounidense”, explica el profesor Erwin Chemerinsky, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de California en Irvine (UCI).
“Conocían de los problemas a causa de la ortodoxia obligatoria del estado. Ellos creían en la libertad de conciencia, incluyendo la conciencia religiosa”, dice el decano Chemerinsky. “Creo que se refleja en la famosa frase de Thomas Jefferson que es necesario que exista una división entre la iglesia y el estado”.
Al igual que con muchos otros aspectos de nuestro experimento de gobierno popular, cómo hacemos frente al tema de la libertad religiosa se encuentra aún muy lejos de ser perfecto.
“Hay mucho trabajo por hacer para aclarar lo que entendemos por la práctica de la fe”, dice el padre Troy. En cuanto al papel de la Iglesia vis á vis el gobierno civil, el padre Troy explica que es el papel de las legislaturas el escribir leyes, y el papel de la Iglesia de comentar y asesorar sobre la moralidad de esas leyes a los fieles.
Los conflictos en relación a la práctica libre de la religión, en general, surgen cuando el deber de una persona para cumplir con una ley se encuentra en conflicto con sus creencias o prácticas religiosas. “El Tribunal Supremo ha sido claro en que las creencias religiosas de una persona, por lo general, no son una base para violar la ley”, dice el decano Chemerinsky. “En tanto que se trate de una ley que se aplica a todos y no esté destinada a intervenir en la religión; el libre ejercicio de la religión no es una defensa para violar dicha ley”, explica. “Por supuesto, a veces las leyes crean excepciones para la conciencia religiosa”.
A pesar de la lucha por determinar lo que significa “el bien común”, desde el punto de vista constitucional, el padre Troy explica un bien digno de mención que surge de nuestras medidas de protección a la libertad religiosa. Él observa que las organizaciones como la Conferencia de Obispos Estadounidense y otras pueden ser tan expresivos como lo deseen con respecto a los diversos problemas que enfrenta nuestra sociedad desde sus diversas perspectivas de fe, sin temor a represalias gubernamentales.
“Nada de lo dispuesto en nuestra Constitución debería ser más respetado por el hombre que lo que protege el derecho de conciencia frente a las empresas de la autoridad civil”, escribió Thomas Jefferson en 1809. Incluso hoy en día, en pleno siglo 21, los Estados Unidos ocupa un lugar único entre las naciones del mundo en términos de la libertad de las personas para adorar a su Dios en cualquier forma que consideren apropiada.